Hace un año
dejé la vida pausada justo aquí.
Los versos más tristes se visten de traje,
contorneándose
sobre el papel,
pidiendo a gritos un final desde entonces.
Hace un año
ella dejó en esta misma mesita
una caja de metal con una nota escrita
donde se
podía leer:
“échame de menos”
Justo cuando más necesitaba saber cómo dejar de hacerlo.
Es exactamente ahí donde guardo las 7
vidas que no viví con ella.
Pero que querían ser suyas.
Las mismas 7 que
descansan atadas de cara a la pared.
Castigadas.
Pero que querían empezar
y acabar en su boca.
Aun conservo
debajo de la almohada la noche
que estuvo a punto de perder de su garganta un te quiero.
Y no sé si será porque
ella sabía hablarme con los ojos
o porque yo sabía escucharla con los dedos,
pero sin decir nada, yo lo supe.
Y no sé si
será porque ella nunca fue de nadie
o porque yo lamí sus heridas hasta
entenderlas,
pero sin
pronunciarlo,
comprendí que ese sería el último amanecer que nos desvelaría.
Amarla era
como vivir en una constante cuenta atrás,
donde cada segundo significaba un
paso más que ella daba
alejándose entre la gente,
perdiéndose entra la
multitud,
convirtiéndose de nuevo en una desconocida.
El último
beso lo guardo en la retina,
como si me viera obligado a repetir la escena en
bucle
hasta conseguir estrujar sus
labios de la forma
en que pudiera exprimir todo ese ácido que calmaba mis
heridas.
Justo antes de marcharse.
Selló su
boca con precisión de relojería.
Sin ni
si quiera decir una palabra
dejo la puerta abierta invitándome al vació.
Y yo,
que siempre he sabido que decir pero nunca escuchar,
me clavo su rojo de labios
en el paladar mientras comprendo que a veces,
cuando nada puede ser suficiente,
la mejor respuesta es el silencio.
Sonó un
portazo y mi entereza rompiendo contra
el suelo.
Los restos
de perfume de ese último adiós aun se esparcen por mis muñecas,
asfixiándome
por las noches,
arañando esta piel de hojalata
que colecciona aquellos oxidados
insomnios compartidos de sudor.
Como si se pudiera reciclar el calor.
Después de
todo aquello,
tuve que pisar las hojas muertas con las que el otoño pintaba las
aceras,
intentando adelantar la primavera,
para salvarme de
las laceradas caricias que el invierno regalaba
sin el abrigo de su aliento.
Pero,
¿y si todas las estaciones siguieran manchadas por sus dedos?
¿y si todo
aquel calor se quedo atrapado en nuestro último verano?
¿y si no soy
capaz de terminar ningún texto sin escupir su nombre?
Porque,
al fin y al
cabo,
sin ni si
quiera saber
si alguna
vez llegó a quedarse,
hace un año
que dejé la vida pausada justo aquí
porque pensé
que volvería.