Y como coño, tú que ya no eres nada,
pudiste llegar a ser lo más parecido a perder casi todo.
Irene X
Una noche la
invité al cine.
Mi boca apenas
toleraba la sed por la suya mientras la observaba de reojo en su butaca.
Lo sabía,
ella ya lo sabía.
Y le gustaba
humedecerse los labios.
Porque los
suyos eran como los extremos de las blancas alas pegadas de un sobre
que cae en
las manos de un niño impaciente.
Daba igual el destinatario o el contenido
solo había que romperlo con la extrema violencia
con la que se abre papel de regalo.
No volví a
morder una boca
de la misma
forma en que lo hice con la suya.
Una tarde
fue ella la que me invitó a saber que
los besos
secos que se mojan en su saliva
son como una
pluma hueca bañada en chubascos de tinta.
Sin aquellos, ni una sola palabra hubiese podido
mecanografiar.
Y describir esa sensación es como intentar saber dónde
termina.
De aquel
verano también recuerdo
la forma en
que su piel invita al deshielo.
Pero el roce
de esta
siempre fue
como un cauce de agua helada por la espalda.
Un continuo esperar a que amaneciera
mientras
los surcos de sus cortinas lamían el mismo suelo por el que
arrastraba su ropa.
Un
septiembre cualquiera
cada detalle de sus huellas dactilares rasgado en mi
fue un festín de milimétricas agujas,
desde el mismo primer segundo en que entendí que no tendríamos
ni un minuto más.
Olvidar
fue como
arrancarse las entrañas,
como
deshilar una a una cientos de raíces astilladas en la piel.
Fue como cargar de repente con todas las cruces
que marcó en el calendario.
Como encontrar respuesta a lo último que preguntó:
¿Quién quiere llenarse de enredaderas que sabe que no
tardará en cortar?
Y nunca
volví a decir una palabra más,
“ porque cuando odias no mendigas.”