sábado, 10 de octubre de 2015

Bocanadas de asfalto




Hace un año dejé la vida pausada justo aquí. 
Los versos más tristes se visten de traje,
contorneándose sobre el papel, 
pidiendo a gritos un final desde entonces.

Hace un año ella dejó en esta misma mesita 
una caja de metal con una nota escrita
donde se podía leer:
“échame de menos”

Justo cuando más necesitaba saber cómo dejar de hacerlo.  

Es exactamente ahí donde guardo las 7 vidas que no viví con ella. 
Pero que querían ser suyas. 
Las mismas 7 que descansan atadas de cara a la pared. 
Castigadas. 
Pero que querían empezar y acabar en su boca.

Aun conservo debajo de la almohada la noche 
que estuvo a punto de perder de su  garganta un te quiero. 
Y no sé si será porque ella sabía hablarme con los ojos 
o porque yo sabía escucharla con los dedos, 
pero sin decir nada, yo lo supe.

Y no sé si será porque ella nunca fue de nadie 
o porque yo lamí sus heridas hasta entenderlas,
pero sin pronunciarlo, 
comprendí que ese sería el último amanecer que nos desvelaría.

Amarla era como vivir en una constante cuenta atrás, 
donde cada segundo significaba un paso más que ella daba
alejándose entre la gente, 
perdiéndose entra la multitud, 
convirtiéndose de nuevo en una desconocida.

El último beso lo guardo en la retina, 
como si me viera obligado a repetir la escena en bucle 
hasta  conseguir estrujar sus labios de la forma 
en que pudiera exprimir todo ese ácido que calmaba mis heridas. 
Justo antes de marcharse.
Selló su boca con precisión de relojería.  
Sin ni si quiera decir una palabra 
dejo la puerta abierta invitándome al vació. 
Y yo, que siempre he sabido que decir pero nunca escuchar,
me clavo su rojo de labios en el paladar mientras comprendo que a veces, 
cuando nada puede ser suficiente, 
la mejor respuesta es el silencio.

Sonó un portazo  y mi entereza rompiendo contra el suelo.

Los restos de perfume de ese último adiós aun se esparcen por mis muñecas, 
          asfixiándome por las noches,
                                  arañando esta piel de hojalata 
que colecciona aquellos oxidados insomnios compartidos de sudor. 
Como si se pudiera reciclar el calor.

Después de todo aquello, 
tuve que pisar las hojas muertas con las que el otoño pintaba las aceras, 
intentando adelantar la primavera, 
para salvarme de las laceradas caricias que el invierno regalaba 
sin el abrigo de su aliento.

Pero,
¿y  si todas las estaciones siguieran manchadas por sus dedos?
¿y si todo aquel calor se quedo atrapado en nuestro último verano?
¿y si no soy capaz de terminar ningún texto sin escupir su nombre?


Porque,
al fin y al cabo,
sin ni si quiera saber
si alguna vez llegó a quedarse,
hace un año que dejé la vida pausada justo aquí
porque pensé que volvería.